Julia Roberts me miró de una manera poco amable, como tratando de expresar “qué carajos haces aquí”, pero no le di importancia. En realidad fue una mirada fugaz, casi imperceptible, pero yo comprendí que aquella mujer era demasiado soberbia.
Quizá si yo ganara 8 millones de dólares por película me sentiría igual, como si fuera “especial”. El caso es que Julia y yo casi chocamos cuando ella salía de cuadro, en una escena en la que intentaba escapar de un matón interpretado por James Gandolfini. Y yo estaba allí porque no tenía remedio, ni siquiera por gusto. En aquel año me había quedado sin empleo fijo y acepté la propuesta de una amiga para trabajar temporalmente como asistente de producción en esa película llamada “La Mexicana”. Siempre que me quedaba sin chamba, me refugiaba en la industria del cine. Así fui parte de cintas como “The Matador”, con Pierce Brosnan; “Érase una vez en México”, con Johnny Depp; y hasta de ese “churrazo” llamado “Zapata” que protagonizó Alejandro Fernández. Lo curioso de esas películas, además de que se filmaron en México, es que resultaron un fiasco en taquilla. Por eso cuando me invitaron a participar en “Apocalypto” preferí no aceptar, por mucho que Mel Gibson fuera el director. Pero básicamente no me gustaba alejarme dos o tres meses de casa. Si salgo de viaje, a la semana ya quiero estar de vuelta. Será porque no me agrada sentirme como un extraño, por mucho que me sonrían en San Miguel de Allende o aunque James Bond (Pierce Brosnan) me invitara las chelas.
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Y Julia Roberts nunca fue mi actriz predilecta, ni mi persona favorita. Además, en Real de Catorce todo el tiempo se comportó asquerosamente mamona. Todos en la producción se quejaban de ella, de sus desplantes. Por el contrario, Brad Pitt era todo cordialidad y sencillez, aunque a mí me daba lo mismo, porque no pensaba en pedirle un autógrafo ni tenía planes de preguntarle si quería ser chambelán de mi sobrina. En cambio, simpaticé con un tipo desconocido en ese entonces en nuestro país: gordo, alto y calvo, tan serio como amable, James Gandolfini era un actor secundario en una mala película, filmada a miles de kilómetros de Hollywood y, lo que era peor para él, “a varias semanas de distancia de la familia”. James casi no se quejaba, aunque no soportaba el calor y sudaba terriblemente. Siempre traía un pañuelo a la mano y se lo pasaba constantemente por la nuca. No cruzábamos palabras, salvo el saludo. Hasta el día en que coincidimos en un restaurancito muy curioso de un hostal cercano. Aquel sábado terminamos de trabajar temprano, así que fui a chacharear al pueblo. Luego me metí a comer a aquel sitio. La comida era decente y los tragos mucho mejores. Al poco tiempo entró James Gandolfini, pidió una hamburguesa bien cocida, papas fritas y una Coca Cola. Cuando volteó a mi mesa me saludó con un movimiento de cabeza. Luego reparó en que mi rostro le parecía conocido. “¡Hey, tú estás en nuestra película!”, dijo con señas de admiración. Lo confirmé con una sonrisa. “¿Podemos compartir mesa?”, preguntó. Se sentó frente a mí. Yo pedí otro ron, mientras terminaba mi carne asada con guacamole. “Eso se ve muy picante”, bromeó con el color verde de la salsa. No intenté engañarlo: “es a prueba de turistas”. Reímos discretamente. A grandes rasgos me contó que no estaba muy a gusto filmando en México, “con este clima tan agobiante”, pero aún no se podía dar el lujo de rechazar papeles en el cine. Y es que apenas empezaba a dejar de ser un actor del montón. Entonces me platicó con entusiasmo de una serie de televisión que acababa de empezar a protagonizar: “¿Has oído hablar de Los Soprano?”. Como era lógico, lo negué porque ese programa aún no llegaba a México. “Pues yo soy Tony Soprano”, detalló, “un mafioso bastante peligroso”. Vaya, qué cosas, y yo tan tranquilo comiendo y diciendo salud con un jefe de la mafia. Qué lejos estaba de imaginar que aquel tipo calvo se convertiría en toda una celebridad. “¿Sabes jugar póker?”, inquirió con la esperanza de que así fuera. Como respondí que sí, salimos de aquel sitio para buscar una cantina que pareciera amigable. Y la encontramos.
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Tony Soprano y yo nos emborrachamos jugando cartas. Empezamos apostando billetes de 20 pesos, pero al calor del juego y los tragos subimos las apuestas a 100 varos. Entre bromas y maldiciones cada que uno de nosotros perdía una mano, le enseñé algunas groserías muy nuestras como “son chingaderas” o “culero”, por mencionar las menos ofensivas. “¿Sabes qué es curioso?”, me cuestionó y yo encendí un cigarrillo. “Que en Los Soprano interpreto a un mafioso cruel y despiadado”, hizo una pausa para pedir otra cerveza, “y en esta película llevo el papel de un matón de buen corazón y que además es gay”. Observó mi expresión de sorpresa y soltó otra pregunta: “¿No es patético?”. Gajes del oficio, creo que comenté. “Sólo espero no arrepentirme de haber aceptado”, añadió y luego levantó su botella para decir salud. Pasadas las nueve de la noche yo había perdido como mil 200 pesos ante la habilidad de ese mafioso de televisión. Sin embargo, antes de pedir la cuenta, que él se empeñó en pagar, me devolvió mi dinero: “En realidad no pensaba desfalcarte, sólo era para ponerle emoción”. Agradecí el gesto. En correspondencia, le regalé un amuleto huichol que había comprado aquella tarde y le expliqué que simbolizaba “un camino al corazón, por un sendero místico”. A James le encantó y comentó: “Espero que funcione, lo sabremos cuando gane mi primer sueldo de un millón de dólares” y sonrió con esa sonrisa cínica que ahora todos conocen. Nos dimos la mano y el bromeó que “si eso sucede, me buscas para darte el diez por ciento de comisión”. Nunca volvimos a jugar póker, pero cada que coincidimos en el set nos saludábamos como dos grandes camaradas. Han pasado unos 10 años y James Gandolfini ya no es el mismo, ahora se ha convertido, para todo mundo, en Tony Soprano. Y llegó a cobrar un millón de dólares por cada capítulo de la serie. Yo espero que conserve el amuleto que le obsequié aquella noche. Ah, y un buen día de estos, quizá lo busque para recordarle que me debe mi comisión. A ver si es chicle y pega. No vaya a ser que se ponga en plan mafioso y me mande hacer un par de zapatos de cemento a mi medida. Pienso en ello mientras un disco de Calamaro recita:
“Si diez años después te vuelvo a encontrar en algún lugar,
no te olvides que soy distinto de aquel pero casi igual...
Diez años después mejor volver a empezar.
Si tu credulidad se deterioró en algún lugar,
no te olvides que soy testigo casual de tu soledad”.
manualparacanallas@hotmail.com
Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 2 de diciembre de 2010
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