Aquella lágrima bajó despacio por su mejilla, hizo una leve pausa junto a la fosa de la nariz y siguió su recorrido hasta la barbilla. Una lágrima silenciosa es tan devastadora como un sollozo…
Al menos así se sentía Marlem: destrozada, como el cráter de una explosión en el corazón. Pero su orgullo le impedía gritar, hacer evidente su dolor. Jonathan ni siquiera tuvo el valor, ya ni hablamos de la decencia, de mirarla a la cara para decirle “este loco se va con otra loca” o algo menos sabinesco, como “yo no sirvo para estas cosas”. El muy culero sólo le mando un mensaje de texto. Y luego apagó el celular. O le quitó el chip. Y el mensajito decía poco y todo: “Ya no quiero nada contigo. Y no me busques”. Pero qué, que puede esperar de un idiota al que conoció hace menos de cuatro meses en un desmadrito en casa de la prima de una amiga. Y eso de “conoció” es relativo, porque a ciencia cierta sabía muy poco de él. Y a la inversa: él sabía poco de Marlem.
Desde que se vieron se gustaron. Aquella misma noche fue una noche de acción, diría Mano Negra. Y de las caricias pasaron al delirio y a las promesas de “eres lo mejor que me ha pasado en la vida”. Y aunque aquello no era amor, Marlem se aferró a la idea de que sí lo era. Y la lujuria no daba paso a la ternura. Hasta que ella se embarazó. Y Jonathan puso cara de espanto, hizo la pregunta siempre estúpida y fuera de lugar: “¿Estás segura?”. Y no, no pasó eso de “mi vida, es una broma pendeja del Panda Zambrano” porque ella sí se lo estaba diciendo a la cara, no por teléfono. Marlem hubiera querido que Jonathan la abrazara y le diera esperanzas o las palabras mágicas de “no te preocupes, amor, enfrentaremos juntos esta prueba”. Pinche idiota, eres una pendeja, se recriminó Marlem al recordar ese momento. Y al final sólo le quedó una despedida a control remoto. Un puto mensajito en el celular que no borraría para atormentarse cada noche, cada madrugada, pensando en aquel tipo que juraba amarla. ¿Y dónde quedaron las promesas de “nada nos va a separar”? Seguro que ahora son nido de ácaros en un hotel de paso, de esos que frecuentaban. Y Marlem seguirá lamentando que aquel imbécil no tuviera siquiera los webos para despedirse de frente. Y sus lágrimas parecerán ser las mismas, pero no, cada alba y cada noche serán más extensas, más frías, cada día más amargas.
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Samantha llegó a las seis de la mañana, apestando a cerveza y tabaco, con el peinado desfavorecido y el poco estilo hecho trisas. Intentó no hacer ruido, pero obvio que me despertó. Encendí la lámpara. “¿Qué, qué me ves?”, actuó a la defensiva. “Te ves fatal. Te pareces a tu madre, pero veinte años antes”. Ella abrió la boca por un instante, como tratando de entender mientras visualizaba a su jefa con aquel maquillaje triste y las ojeras eternas. La ira la hizo indignarse por otras causas, menos la principal, y recriminó “con mi madre no te metas”. Yo apagué la luz. Y ella se hizo la indignada: “Sabes qué, me voy a dormir al sofá cama”. Volví a dormir. Aquella relación estaba más rota que la vida de un taxista que trabaja un auto a consigna. Y yo nunca he sido un romántico que buscaría terapia de pareja. Y Samantha mucho menos. Ni siquiera sé por qué carajos me atreví a andar con alguien con ese pinche nombre. Cuando platicamos por vez primera, porque antes ya nos habíamos visto y nunca nos hablamos, me contó que “no creas que yo soy muy feliz con ese nombre”. Y me detalló que la bautizaron así porque a su abuela le encantaba una serie llamada Hechizada y que la protagonista se llamaba Samantha: “Ay, es que mi abuelita siempre pensó que era un nombre muy elegante. ¿cómo ves?”. A mí me caga andarme con rodeos, así que hablé con franqueza: “Tan elegante, que en cada teibol de este jodido país hay una Samantha”. Y pude agregar que también una Tamara y una Britney y una Salma, pero la neta es que era innecesario. Samantha me miró extrañada, como descifrando si yo hablaba en serio. “Sí, puede ser que tengas razón”, no supo comentar otra cosa. “No, en verdad que así es”, aclaré. Ella se salió por la tangente: “Ay, pero a mí lo que me choca es que me digan Sam, pero bueno ya me acostumbré”. A mí el nombre era lo que menos me interesaba. Ella llamó mi atención porque era alta y tenía buena conversación y, encima, era buena jugando al dominó. Pero tenía serios problemas con el alcohol. No sabía frenar a tiempo. Y un buen día me cansé de beber hasta que amaneciera, una o dos veces por semana. Varias ocasiones intenté que termináramos la relación. Ella y yo sabíamos que lo nuestro era una maratón de reclamos, una relación más enferma que un desahuciado. Pero Samantha se aferraba a no quedarse sola. Hasta que encontró un relevo. Y comenzó a ir a demasiadas fiestas con “sus amigas” y siempre salía con eso de que “no te invito porque ya sé que te cagan”. Y era verdad. Hasta que una noche se emborrachó y me pidió tiempo para “replantear” la relación. No me costó trabajo que confesara que tenía un pretendiente, “sí, pero no te he engañado, sólo hemos salidos juntos algunas veces”. Y yo que siempre he sido muy crédulo le dije que “estás bien idiota si crees que me voy a tragar esa pendejada”. Le dejé en claro que al otro día me largaría. Ella comentó que no había prisa, como si se tratara de un trámite en la ventanilla cuatro. Por la mañana, cuando desperté ella se había ido antes de costumbre al trabajo. Me dejó un post-it pegado en el refrigerador: “Perdóname, cuando bebo digo puras tonterías. Por favor, no te vayas. Tenemos que hablar bien. Samantha”. Me preparé un café, escuché a Fito y Fitipaldis, que me recordaron que todas las canciones suelen ser certeras, por muy rudas que sean:
“Cuando estuviste conmigo
tenias un mal pensamiento.
Si yo lo hubiera sabido,
no hubiera perdido el tiempo...
Si quisiera vivir del deseo,
me buscaba un amor de cantina.
Y tú querías aventura,
tomaste muy mal camino,
ibas buscando basura
en un terreno barrido”.
Me bañé, puse lo indispensable en una pequeña maleta y dejé una despedida en la mesa:
“El fin de semana vengo por mis libros, los discos y mi ropa. Puedes quedarte con el estéreo, el colchón, los buenos y malos recuerdos, y la escasa poesía en tus ojos”.
No me molesté en poner mi nombre. Puede ser cualquiera. Aunque Samantha me añore y pase muy seguido por mi Facebook, sin dejar comentarios.
manualparacanallas@hotmail.com
Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 20 de enero de 2011
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