jueves, 24 de marzo de 2011

Todos tendremos alguna gracia

© Manual para canallas

Cuando era chavito mi única gracia era tocar “Yesterday” en la flauta dulce. Y ni siquiera era bueno, porque sonaba así: “Yes-ter-day all my tro-ub-les see-med so far a-way”, sí, así toda entrecortada…

Y mi jefa quería que sacara puro diez, pero se quejaba siempre: “Ya me tienes harta con esa canción”. Pese a mi nulo talento, el maestro de música me puso nueve. Supongo que por mi capacidad para memorizar la melodía. Y a mí ni me gustaba tocar la flauta. Yo hubiera preferido ser pianista. Bueno, no precisamente. No es que yo soñara con ser pianista porque tuviera un aire romántico el asunto o por alguna escena de película. Simplemente que cualquier instrumento era mejor que aquella mugre flautita con la que pretendían inculcarnos la “sensibilidad artística”. Pinches programas educativos tan chafas, que sólo sirven para que los dirigentes sindicales, como la Profa. Elba Esther, se vuelvan aún más ricos por sus alianzas con el poder. Ah, pero estaba en que yo hubiera preferido tocar el piano, pero sólo era porque mi madre escuchaba a Richard Clayderman y algún otro pianista igual de meloso, como Raúl Di Blasio. Por fortuna aquello sólo fue una idea malsana de corto plazo, porque luego me enamoré del rock y mis gustos musicales dieron un giro bastante interesante.

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Pero eso no viene ahora al caso. El chiste es que yo no tenía chiste. Cuando era chaval mi única gracia era tocar gachamente la flauta. A mí me hubiera gustado ser como mi primo Leo, que iba a clases de natación y tenía varias medallas que colgaban junto a sus fotografías. O anhelaba parecerme a mi vecino Axel, que era más grande y tenía una moto fantástica en la que siempre paseaba con una chava distinta. Y no hubiera estado mal ser como el Jimmy, que era el chavo más simpático y popular de mi salón. Las chicas lo adoraban y nosotros pensábamos que estaba hecho de otra cosa. Siempre tan limpiecito, con su uniforme impecable y su cabellera como de anuncio de shampoo. “Ay, qué bonitos chinos tienes”, le dijo alguna vez Marlene, la niña que nos gustaba a todos. Y desde entonces, nosotros que parecíamos uniformados por los dioses del caos, le hacíamos burla: “Ay sí, Jimmy, que lindo eres, que puto eres”. Ni siquiera sabíamos entonces sobre la homofobia, pero así es como nos educan desde pequeños: a rechazar lo que es diferente, lo que no sigue los patrones establecidos. Además, Jaime no era gay, sólo que detestábamos su aparente perfección y también que era el preferido de las maestras: “Muy bien, Jaime, eres un ejemplo para tus compañeros”. Y además, en el Día de las Madres descubrimos que el muy cretino cantaba. ¡Y qué bien lo hacía! Toda la escuela le aplaudió y sólo faltó que le pidieran autógrafos al cabrón. Aquel día conocimos a su madre y muchos nos enamoramos de ella: era joven, alta y hermosa. Y lo abrazó con una ternura que, según yo, ninguno de nosotros conocíamos. Uhhh, pues peor para el Jimmy. Desde entonces, no pasaba día en que no le decían: “Me saludas a mi novia” o “Dile a tu jefa que voy a llegar tarde a cenar” y aquella jalada de “le dices a tu mamá que ponga las sábanas de cuadritos”. En verdad que éramos crueles. Lo nuestro era pura enviada soterrada. Hasta que una mañana, en el recreo, Jaime se cansó y le dio un puñetazo a Marco, emmm, bueno, le dio un intento de puñetazo. Y Marco, curtido en las peleas del barrio, desató todos sus rencores y, bueno, pobre Jimmy ya se lo imaginarán. Muchos lo disfrutaron. Fabián y yo jalamos a Marco: “Ya wey, no seas manchado”. Intenté recomponer a Jaime, que no se quejaba, sólo lloraba en silencio. A Marco lo expulsaron definitivamente. Y Jimmy intentó ser mi amigo, agradecido por mi gesto en la pelea, pero lo evadí porque sabía lo que seguiría: Las burlas de la palomilla y sus expresiones de “son novios, son novios”. Además, el wey ni jugaba futbol, que era otra de mis pasiones. Así que nos saludábamos de lejos, a veces con un simple movimiento de cabeza, como simples conocidos. Las cosas transcurrieron en su curso normal. Jimmy siguió siendo el más popular, hasta entre las chavitas de segundo. A mí me siguió gustando Marlene, que nunca me hizo caso. Y es que yo no tenía ninguna gracia. Yo sólo coleccionaba discos de rock y pegaba pósters en mi cuarto. Pero mi madre confiaba en que yo tenía algún talento. Lo que ella no sabía era que había que encontrarlo y pulirlo. Nunca me mandó a clases de pintura, ni de tae kwon do, ni de música o siquiera de papiroflexia. Lo que hube de aprender, básicamente, fue de manera autodidacta. Porque mi maestro de música era tan malo que me puso nueve por mi única gracia: tocar en pausas “Yesterday”, con la flauta dulce.

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Con el paso de los años aprendí que había que amaestrar los defectos y entrenar mucho mejor las virtudes. Pero durante mucho tiempo me sentí igual que un mago al que siempre le descubrían su truco más ensayado. Y simpaticé con los marginados y me solidaricé con los que menos tienen. Y aprendí a detestar a los que nos gobiernan y a los que compran votos y se enriquecen con nuestros impuestos. Y las canciones y la poesía y las buenas películas me convencieron de que mi única gracia es contar historias que apelan al corazón y a las emociones. Puede que no sea gran cosa, pero a mí me hace sentir que elegí la mejor vocación. Aunque a veces me ponga un poco melancólico y me sienta como personaje de una canción de Nacha Pop que dicta:

 

“Hubo un mago en la ciudad
que actuaba en un local sin magia.

Le robaron la ilusión,
su viejo truco le falló
y se escondió...

Vi un payaso fracasar,
sólo sabía hacer llorar,
¡vaya gracia!

Una tarde en la función
todo el público rió
y yo lloré.

Ouuuuohhh,
uhh-ah-ahh,
lágrimas al suelo,
desaparecieron,
nunca más les vieron,
uhhh-ah-ahh.

No Señor,
no tuvieron suerte,
ni ocasión.

Conocí un domador,
era presa del temor ante su león.

Nadie se lo perdonó
y deprimido se marchó.

Busquémoslos,
vamos a encontrarles,
yo quiero rescatarles“.

Y sí, ahora mi única gracia es escribir esta columna que tanta simpatía, tantas buenas vibras me ha generado, aunque no me paguen por escribirla. Igual y no estaría mal cerrar el changarro o, como dice mi amiga Alejandra desde Guatemala, colocar un letrero en la puerta que diga “favor de no estar chingando”. Creo que me estoy poniendo intenso. Y eso no es ninguna gracia. Mejor me voy a encerrar esta noche, a beber unos tragos de ron y escuchar mi antología de Nacha Pop.

manualparacanallas@hotmail.com

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 24 de marzo de 2011

 

 

© Manual para canallas

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